Estos versos no finalizan la historia;
una gesta de un caballero andante
y una dama en apuros:
sola, perdida, sin escudo.
Y tú, Arturo y Ricardo
-más Ricardo que Arturo-,
fuerte y guerrero,
tendiste tu mano hacia mí
y mataste al dragón
que vomitaba recelo
a mi inseguro corazón.
Tu hazaña mereció
la entrega de mi alma
en un perfumado pañuelo,
y no me arrepiento
de seguir tus pasos
por montañas escarpadas,
áridos desiertos
o helados altiplanos.
Mi alma estará siempre
allá donde tú estés
porque,
mi caballero andante,
no sé existir
fuera de tu mirada ámbar,
de tu sonrisa abierta,
de tus palabras francas.