Se descompone la luz en su rostro cansado
y baña el blanco la mejilla de alabastro;
la sombra se asoma en escorzo
por sus negros ojos desamparados,
dos pozos colmados de arena, de llantos,
de miseria. Testigos del miedo sordo,
secuelas del destierro y del desarraigo.
Vaqueros raídos, pelo enmarañado,
esconde su adolescente y atlética figura
bajo una zamarra descolorida, sin forma.
Su mano derecha se aferra a unos folios
con desesperación, con la fiereza de un felino
cuando apresa un botín largamente avistado.
La derrota cabalga sobre su loma
en la que anidan negras mariposas,
entre rostros desdibujados, desconocidos
y cuerpos sin memoria.
Su mano se pierde entre miles de historias
que consumen su invisible aliento
como lámparas de aceite en templos sin gloria.
Le envuelve el gris de un frío decorado,
que complementa el ir de apresurados brazos,
miradas que nunca se cruzan, espacios rotos,
luces intermitentes de móviles arriba y abajo.
Hoy, él me ha transmitido el dolor del mundo
retorciendo su tristeza entre mis manos.
Abre las puertas el gusano de metal articulado
y la figura altiva y oscura se difumina
entre una muchedumbre indiferente
al precio pagado por su arriesgada apuesta,
lejos de su sol, de sus ancestros, de su tierra.
Y yo paso a ocuparme de mis asuntos,
de esos que no le importan a nadie,
de esos que nunca publican los diarios.