Un día cualquiera

Era un día cualquiera, como el anterior o el anterior al anterior. Se levantó y descubrió perpleja que el horizonte se había desdibujado tras la ventana. Las certezas se le cayeron de las manos, y, en ese momento, extravió sus esperanzas entre bosques de dudas e indecisiones. Intentó caminar hacia delante y, a cada paso, sólo encontraba sombras.

Se levantaba, comía, sonreía, hablaba, dormía; incluso, a veces, hasta era capaz de ver a los que estaban a su alrededor, a su lado. Pero eso no impedía que sus gafas oscuras, esas que se ajustaron como una segunda piel a sus ojos aquel día, -ese día que iba a ser igual a todos los demás-, la envolvieran en una soledad autoimpuesta, en una tristeza masoquista de la que era incapaz de escapar.

El tiempo no fue capaz de curar la herida. Se refugió en el miedo a lo imprevisto, se vistió con un traje de humillación permanente que no le permitía disfrutar de un sol de marzo, de la brisa fresca de una tarde de otoño o del resplandor de unos relámpagos en una noche de verano. Un día cualquiera, tal vez el pasado vuele de su corazón y consiga recuperar la alegría de vivir, ¡pero se habrá perdido tantos momentos maravillosos!

Algo más que un mal sueño

Imagen de birasuegi

Imagen de birasuegi

Salgo de la niebla de la inconsciencia en un 23 de febrero de 2013, miro a mi alrededor y solo encuentro sombras, bufones que alardean de sus deformidades y hombres y mujeres con 2 caras que, según el lado que muestren, se comportan como seres humanos con conciencia, o como bestias que dan rienda suelta sin pudor a sus más bajos instintos.

Unas luces de neón vociferan continuamente mentiras, codicia, egoismo, fraude, avaricia, privilegios, lascivia. En pantallas de plasma gigantescas, imágenes de llantos, de pobreza, de dolor, de miseria, se entremezclan con paisajes de paraísos perdidos, de tiendas de lujo, de viajes de ensueño, de danzas enloquecedoras.

El paisaje que me acoge parece el mismo de ayer, o de hace unos días; sin embargo, hay algo en el aire que me asfixia, que me deja sin fuerzas para seguir mi camino. Un coche grita con un pitido estridente y continuado ante mi inesperada presencia, el corazón me late a mil por hora y retrocedo veloz hacia la acera.

Quiero irme de allí, pero mis pies permanecen anclados a un tiempo y a un lugar del que no hay vuelta atrás. Cierro los ojos y veo nítidamente «El jardín de las delicias». Y pienso, ¿es sólo un sueño?

Celebra tus bodas de oro con la vida

Este es un cuento inacabado, que tiene su principio un día de junio de 1962, en la ciudad de Ginebra, nombre mítico de reina de un país de ensueño, donde los caballeros y las damas buscaban la verdad y el amor. En este lugar, el azul de un lago y el verde de su tierra arroparon los primeros juegos con la vida de una niña feliz, de sonrisa abierta y franca. Sus padres la enseñaron a ser valiente y a enfrentarse con las aguas heladas del lago tranquilo; la decían con cada abrazo y cada beso que ella era una persona especial y única; la hacían sentirse segura y a salvo de los monstruos y la oscuridad.

Un día, llegó a casa un bebé, al que ella acunó como a otro más de sus muñecos, y al que recibió con la alegría que desbordaba siempre de sus ojos azules. Cuando había aprendido a conocer las ardillas del parque, dejó Ginebra con su familia en busca de una nueva oportunidad en París. La Ciudad de la Luz la recibió en una humilde casa en la que continuó aprendiendo a descubrir la vida a través de un hogar cálido y en el que se sentía protegida.

Cuando cumplió siete años, sus padres regresaron al país donde habían nacido, y ella se enfrentó a un idioma que no entendía, salvo cuando lo oía de boca de sus padres. Poco a poco, ese idioma se fue haciendo familiar y llegó a olvidar la otra lengua en la que había empezado a aprender las palabras.

Creció abierta a la vida, aprehendiéndola sin reservas tanto en la amistad, como en el amor. Se convirtió en una joven decidida, optimista y soñadora, para la que el futuro era una puerta siempre abierta a la felicidad. Se topó con su caballero andante en un edificio gris, entre manuales para aprendices de periodistas e idealistas visiones de una profesión que, tarde o temprano, siempre acaba decepcionando un poco.

Pasaron los años y la niña de coletas saltarinas se convirtió en madre. Primero, un príncipe de ojos de un azul tan profundo como el mar; y años después una princesa de rizos dulces, dorados y traviesos. Y los niños, ruidosos, de ojos azules, de carácter fuerte, de caras de ángel, también crecieron.

Y así, entre algodones y finas sedas, la vida fue desvelándole que todos caminamos rehaciéndonos a cada paso con trozos de sueños rotos, con retales de ideales descosidos y vueltos a unir, con recuerdos que van adhiriéndose a ese traje que es la piel, como marcas que escuecen de cuando en cuando. Y, aunque alguna vez, en ese trayecto, se hayan descosido demasiado las costuras y el frío penetre en el alma, quitándole la esperanza de sentirse de nuevo recién estrenada, confiada, esperanzada; mira a tu alrededor, recoge del suelo tus trozos de sueños rotos y pégalos con cariño, construyendo un nuevo sueño con tus lágrimas, sonríe y sigue caminando.

Celebra tus bodas de oro con la vida, la ocasión lo merece. Mira hacia atrás con cariño, pero sin nostalgia. La valiente niña que se bañaba en el lago helado sigue en ti, y sé que seguirá nadando con la fuerza y la decisión que le marque la corriente de la vida. ¡Felicidades!

Esencia de Soledad

Soledad es menuda, de ojos abiertos,  oscuros y redondos; de pasos pequeños, rápidos y silenciosos; de boca apretada y labios que no han sido nunca besados. Viste como monja sin hábitos y vive en la misma casa que la vio nacer, allá por los años más duros de la posguerra, y en la que, probablemente morirá si antes no se viene abajo como un castillo de naipes.

Desde que dejó de trabajar por una prejubilación bancaria hace más de una década, ocupa su tiempo en la iglesia del barrio, tal vez porque no tiene perro o gato que hagan más cálidas las paredes que la cobijan. Hija única, de familia corta, no cuenta con más compañía que los rezos y la monotonía de las misas de la tarde. Su vida parece vacía, pero no creo que se sienta infeliz. Sigue anclada en una realidad que desapareció hace tiempo, pero no parece preocuparle.

Pocas veces sale de su barrio, en el que los vecinos de toda la vida han ido desapareciendo poco a poco Fotografía: show³porque se han muerto, o porque sus hijos les han llevado a una residencia. La escalera ya no cruje con las carreras de los chavales  y sólo llegan por el patio bocinas asfixiadas de coches con prisas y silencios sordos, ahogados, melancólicos.

Conoce a mucha gente del barrio, pero nunca ha tenido verdaderos amigos. Desde que murieron sus padres y una tía con la que algunas tardes tomaba café y tortitas con nata en una cafetería cercana, todos los días son iguales, todos los crepúsculos son el mismo crepúsculo, todas las noches son calladas, oscuras y frías.

Supongo que en sus años mozos soñó con casarse y tener hijos, pero su mojigatería y la jaula dorada en la que estaba recluida le impidieron asomarse al mundo y ver más allá de los árboles de la calle. Cada uno tiene la vida que elige vivir, pero hay algunas, como las de Soledad, que me dan pena, porque nadie llorará su muerte, nadie velará su cuerpo, salvo algún pariente lejano que espere recibir los miles de euros que ha conseguido reunir gracias al ahorro de sus padres y a su tacañería enfermiza, que le ha permitido incrementar el patrimonio familiar de forma considerable.

El capricho más caro y excéntrico que se ha permitido -sólo de cuando en cuando- es comprar 100 gramos de caramelos de lila. Pero esto para ella ya es un verdadero derroche, por lo que escatima todo lo que puede en el resto de los gastos, hasta tal punto que con la luz escasa de una bombilla solitaria del pasillo puede ver en todas las estancias de la casa, incluso le llega para cocinar.

Su aventura más emocionante ha sido ir una semana a un balneario cuando vivía su tía, porque una señorita decente no puede viajar sola. Podría dedicarse a ayudar a los demás, porque su situación económica es holgada, pero sus labores como buena cristiana se limitan a ir a misa diaria, pasar el cepillo a los feligreses o sacar brillo a los candelabros de la iglesia. Con estas buenas acciones ya cree comprada una parcela en el cielo.

No puedo más que sentir pena por alguien que deja pasar la vida sin asomarse siquiera a ella, que ni ha amado, ni ha gritado de miedo o llorado de alegría; que no ha arriesgado, ni ha sentido el perfume del fracaso, ni de la más etérea dicha.

Soledad, así la llamaron, así vive y ha vivido, así pasa su existencia. Es más que su nombre, es su esencia, es su retrato más íntimo.


 
 
 
 
 
 
Fotografía: show³

La SGAE arremete ahora contra la Iglesia

Fotografía: fernand0

La Sociedad General de Autores (SGAE), en su afán recaudador, no ha dudado en reclamar a la Iglesia Católica quince mil euros por la interpretación de canciones en las misas de los domingos. Los eficientes agentes de la SGAE han  recorrido las iglesias de todas las provincias españolas, para corroborar un hecho que se repite en las misas dominicales: coros de jóvenes interpretan con sus guitarras canciones que están sujetas al derecho de autor, sobre todo en las misas que se celebran entre las 11:30 y las 13:00  (dirigidas a los más jóvenes).

La SGAE considera que la Iglesia española está utilizando de forma fraudulenta el talento de nuestros creadores, ya que la misa es un acto público -no privado- con el que se intenta  aumentar el número de clientes, es decir, de fieles. Los grupos musicales, que amenizan las misas de los domingos, utilizan en su repertorio música de autores que no reciben ninguna compensación económica por este concepto; lo cual ha sido denunciado por la SGAE a la Conferencia Episcopal Española. Según afirman estas fuentes,  no se obliga a nadie a utilizar el repertorio musical que se encuentra bajo su protección, más de 5,5 millones de títulos en España; por lo que si la Iglesia no quiere pagar, no tiene más que dejar de utilizar música sujeta a derechos de autor.

A este ataque directo de la SGAE, la Conferencia Episcopal ha respondido con un pasaje del Evangelio: «Guardaos bien de los falsos profetas, que se os acercan disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿es que se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis» (Lc 6,43-44).

Podría pasar, ¿no?


Esbozo de Soledad

Soledad es menuda, de ojos abiertos,  oscuros y redondos; de pasos pequeños, rápidos y silenciosos; de boca apretada y labios que no han sido nunca besados. Viste como monja sin hábitos y vive en la misma casa que la vio nacer, allá por los años más duros de la posguerra, y en la que, probablemente morirá si antes no se viene abajo como un castillo de naipes.

Desde que dejó de trabajar por una prejubilación bancaria hace más de una década, ocupa su tiempo en la iglesia del barrio, tal vez porque no tiene perro o gato que hagan más cálidas las paredes que la cobijan. Hija única, de familia corta, no cuenta con más compañía que los rezos y la monotonía de las misas de la tarde. Su vida parece vacía, pero no creo que se sienta infeliz. Sigue anclada en una realidad que desapareció hace tiempo, pero no parece preocuparle.

Pocas veces sale de su barrio, en el que los vecinos de toda la vida han ido desapareciendo poco a poco porque se han muerto, o porque sus hijos les han llevado a una residencia. La escalera ya no cruje con las carreras de los chavales  y sólo llegan por el patio bocinas asfixiadas de coches con prisas y silencios sordos, ahogados, melancólicos.

Conoce a mucha gente del barrio, pero nunca ha tenido verdaderos amigos. Desde que murieron sus padres y una tía con la que algunas tardes tomaba café y tortitas con nata en una cafetería cercana, todos los días son iguales, todos los crepúsculos son el mismo crepúsculo, todas las noches son calladas, oscuras y frías.

Soledad es más que su nombre.


Fotografía: show³

Un extraño sueño

Le vi por primera vez dónde sólo se ve a los muertos, en un sueño. Tenía las manos suaves, me agarraba con fuerza para subir una pendiente abrupta, en medio de una niebla espesa, que no hacía presagiar nada bueno. A pesar de sus esfuerzos, de sus palabras de aliento, mi respiración era cada vez más agitada, mi corazón latía en la cabeza con un ritmo frenético y mis músculos se iban tensando tanto que dolían como miles de agujas ensartadas en las sienes. Cuando mi mano se soltó de las suyas y empecé a caer, desperté con la sensación de seguir cayendo al vacío.

Olvidé pronto el incidente, aunque el vértigo que me produjo la caída imaginaria no terminaba de desaparecer de mis pasos, durante unos días cortos y lentos, como mis respuestas. La rutina y los numerosos pequeños contratiempos diarios consiguieron que, al cabo de unas semanas, mi cerebro eliminara este extraño sueño.

Fotografía: Gonçalo Pereira

Orgasmos incontrolados, pero seguros

Alma ha encontrado el sentido de su espíritu en su cuerpo. Ella dice que disfruta con los hombres, no de los hombres, por eso no ha buscado nunca una pareja estable. Alguien podría considerarla inmadura y promiscua, pero yo, que la conozco bien, sé que no es así.

Su actividad sexual, en verdad envidiable, dice que es fruto de una forma de pensar y de ser, que está convencida que no existe el hombre ideal, pero que hay montones de hombres ideales para un momento determinado, para un estado de ánimo concreto. Sus orgasmos dice que son incontrolados, porque nunca sabe cuando van a venir, en que momento va a encontrar un ocasional compañero de juegos; pero que son seguros porque nunca le dejan marcas, nunca le afectan más allá de la circunstancia en la que se desarrolla el encuentro fortuito.

Si quieres, puedes conocer a Alma.

Un largo viaje

Berta se dejaba llevar por el monótono ritmo de las escaleras mecánicas mientras sus ojos recorrían la estación en un lento travelling. Una voz nasal y ligeramente estridente se repetía constantemente por los altavoces. Sus pasos vacilaron un momento, pero tras consultar su reloj, decidió entrar en el bar. Una bofetada de aire caliente y humo se estrelló contra su rostro, mientras se abría paso entre espaldas, codos y piernas para pedir un café con leche a un diligente camarero con chaquetilla blanca -como los de antes-. El pardo y humeante líquido entraba a pequeños sorbos por su garganta, lánguidamente, dejando que el tiempo corriera.

“El Expreso Rías Altas, con salida a las 21:35, está situado en vía 2″, comunicó la chillona y anónima voz. “. Berta pagó al camarero y se introdujo en la espesa y fría noche del febrero madrileño. Caminaba rápida y segura, como si la pequeña maleta que sujetaba su mano derecha no le pesara más que un pañuelo de seda. ¡Qué diferente este viaje a los que hacía todos los septiembres de su niñez! Pudo haber ido en avión hasta Santiago o en el Talgo hasta La Coruña, pero eligió el lento, nocturno y pesado viaje del Expreso Rías Altas.

Éste es un fragmento de «Un largo viaje»