Los mensajes del Gobierno y la descodificación de la verdad

Hoy nos desayunamos con de Guindos y los 500 euros que no conoce, el domingo almorzamos con Rajoy y su alentador futuro, el pasado viernes tomamos café con espinas en la rueda de prensa celebrada tras el Consejo de Ministros. Si aderezamos estas viandas con especias de interpretación de otros partidos políticos, opiniones de expertos y valoración de medios varios, nos encontramos con un plato imposible de descodificar.

La verdad, tiene muchas acepciones, según recoge la RAE. Cuando transmitimos predicciones,  opiniones o interpretaciones , nos referimos a verdades relativas, pero las comunicamos como si fuesen absolutas.Tal vez sea una consecuencia del exceso de información, de la inmediatez con la que ésta nos llega, de la facilidad para difundirla.Cada vez más, en los medios de comunicación de masas, en los medios digitales, en las redes sociales o en el tradicional “boca a boca” (o boca a oreja, que sería más correcto) se transmiten opiniones, conjeturas, especulaciones como si fueran informaciones contrastadas, destacándose lo anecdótico sobre lo fundamental (yo lo acabo de hacer al destacar, de la entrevista de Carlos Herrera al ministro de Economía, que éste no conoce los billetes de 500 euros).

La manipulación informativa, cultural y social en la que vivimos, ¿es una jaula de oro de la que no podemos salir? Todo lo que nos rodea nos condiciona (nuestro continente, nuestro país, nuestra familia, nuestra educación, nuestra posición social, nuestros amigos…), pero nuestro pensamiento sigue siendo libre, por muchas verdades que nos vendan. Contamos con la facultad de elegir, y son esas elecciones las que determinan nuestro rumbo (tal vez no sirvan para cambiar el mundo, pero sí para cambiar nuestro mundo).

Recomiendo esta intervención del sociólogo Felipe López Aranguren sobre «Los medios y la manipulación de la información».

La bodega del olvido

Fotografía de Arguez

La Bodega del señor Juan estaba al principio de la calle, una de las callejuelas estrechas y oscuras que circundan la Ribera de Curtidores, eje del Rastro madrileño. Era un local oscuro, húmedo y pequeño que olía a vinagre y a vino a granel. Acogía en su lóbrego vientre hombres de hombros cargados y miradas acuosas, perdidas en fantasmas interiores, que sobrellevaban la derrota de la vida entre trago y trago de un chato de vino, que olvidaban sus miserias y sus miedos, que acallaban su fracaso adormeciendo su conciencia con ese caldo peleón que iban ingiriendo hasta que el señor Juan, con cariño y determinación, les mandaba a casa a dormir la mona.

Cuando iba a por gaseosa, vino a granel o a devolver los cascos de las botellas, me sobrecogía el ambiente de derrota que se respiraba en el local. Su dueño, taciturno y de pocas palabras, de pelo cano y rostro arrugado, se limpiaba frecuentemente las manos en un delantal de rayas verdes y negras, detrás de un mostrador de brillante metal y por el que corría el agua, igual que corría el alcohol por las venas de los parroquianos.

La bodega del señor Juan desapareció junto con la lechería de la señora Juanita, que vivía en la parte de atrás de la tienda, la panadería de la esquina de la calle y la tienda de ultramarinos. Hoy, mi calle apenas tiene más que oscuros portales de corralas, algún bar que sobrevive como puede y un batiburrillo de gentes de diversas nacionalidades que convive con los pocos vecinos de siempre que continúan anidando allí.

Me han venido a la memoria las tiendas de mi infancia, de mi calle, gracias al programa de Carlos Herrera, «Herrera en la onda», con el que que no comparto la visión de la realidad, pero al que escucho asiduamente porque, además de considerarle un gran profesional, creo que es sano para la mente conocer las verdades de los demás y no solo las tuyas.