La tarde va conquistando Madrid segundo a segundo y la luz va deslizándose por las esquinas de la calle hasta desaparecer entre los pliegues de un asfalto ajado y sucio. Dicen que la temperatura de esta ciudad desquiciada y desquiciante ha disminuido, pero mi casa continúa tomada por ventiladores y aparatos de aire acondicionado que taladran mi escaso ánimo con su cacofonía, así que cierro la puerta de mi guarida y salgo a la calle buscando un poco de paz.
Los pasos me llevan a buscar el verdor del parque, más la antesala del mismo es un descorazonador puzle de enseres personales desparramados, sin orden ni concierto aparente, en unas gradas cuyo uso original no logro vislumbrar. En pleno centro, entre la antigua estación de Delicias y Méndez Álvaro, se alza una singular comunidad de vecinos sin puertas ni paredes. Comparten un espacio común en el que depositan sus miserias y sus recuerdos, sus olvidos y sus fracasos.
Son seres itinerantes sin rostro, sin historia, sin pasado ni futuro, que conviven con los vecinos del barrio, escaladores de paredes, sudorosos corredores, paseadores de perros, padres con niños en bicicletas y patinetes, pandas de quinceañeros que buscan un espacio propio, transeúntes ocasionales y demás individuos que pululan por este diminuto universo.
Nadie se mezcla con ellos -yo tampoco me atrevo-, los ven pero no los miran, como si así desaparecieran de su realidad. Regreso a mi jaula -no de oro, aunque sí cómoda y confortable- y la televisión me devuelve a esa otra realidad repetida y monótona de violencia, avaricia y diálogos entre sujetos que están dispuestos a no escucharse, ni siquiera en sueños.
La vida siempre es injusta con los perdedores. No sé que habrá llevado a las personas que viven entre peldaños de granito a esa situación, pero estoy segura de que sus prioridades no tienen nada que ver con esas que nos repiten poderes políticos y económicos y con las que nos hostigan desde los medios de comunicación a diario.