Anduve de la mano del silencio blanco, sin pasados oscuros ni futuros repletos de tormentas. Me senté un segundo infinito en la placidez de la nada, acompañada por una respiración leve y unos ojos despiertos hacia dentro. Y me dejé llevar hacia un espacio fuera de límites ni fronteras, a una realidad sin ruidos, sin idiotas que proclaman consignas para celebrar la autodestrucción y sin reyes desnudos ni cortejos de elefantes congelados.
En ese tiempo en el que estuve dormida el mundo siguió girando, mi pelo encaneció y mis oídos se cerraron a las estupideces sin que yo diera ninguna orden. De la pantalla que brillaba en el salón desaparecieron personajes habituales y me rodearon deslumbrantes hadas de nerviosas alas transparentes y juguetones gnomos de ropa multicolor que cubrieron mi desnudez de risas cristalinas y absorbentes, de imperceptibles caricias que quedaron tatuadas en mi piel.
Recorrí el intervalo entre la conciencia de mi yo y de mi espacio divagando sin prisa con algunos muertos muy vivos y con ciertos vivos que parecen muertos. Los paisajes se sucedían sin alta velocidad en un instante y mi entorno se movía con la cadencia de un bolero triste y sin final feliz.
Tronó el aullido de mi perro y todo se desplomó como un rascacielos cojo. La televisión volvía a escupir imágenes repetitivas, ya vistas cientos de veces. Recuperé los sonidos de las voces monótonas y simples que nos interpretan la realidad y mis ojos se centraron de nuevo en los límites del salón que me cobijaba como un útero acogedor y en la luz de mayo que ignoraba las cortinas que trataban de atraparla.